Las Plumas Del Tecolote

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MÉXICO Y MUNDO

Aquellos días cuando la naturaleza nos hizo recordar…

En ese segundo episodio de la trágica novela titulada 19 de septiembre, volvió a asomarse alguien que, parecía, habíamos olvidado. Se asomó México

 

CIUDAD DE MÉXICO. 

AQUEL SEPTIEMBRE DE TEMBLORES

Fue 2017. Fue en septiembre. Es el mes que quedará marcado en la memoria de millones de mexicanos. Un pasaje en la historia nacional que nos deja un amargo sabor de boca. El poder de la tierra nos hizo sentir imposibilitados, casi insignificantes. La naturaleza nos hizo recordar que somos parte de ella y no ella de nosotros.

El siete de septiembre del 2017, un sismo con epicentro a 133 kilómetros de Pijijiapan, Chiapas, azotó el sur del país, aunque también se sintió en la zona centro de la República Mexicana; los estados de Chiapas y Oaxaca resultaron sumamente afectados. Doce días después, el 19 de septiembre, otro sismo con epicentro en los límites de Morelos y Puebla sacudió al centro del país. Esta vez sus efectos se hicieron presentes en siete entidades más: Ciudad de México, Estado de México, Guerrero, Puebla, Morelos, Tlaxcala y Veracruz.

 

REZOS Y DESVELO

Agonizaba el jueves siete de septiembre. Las pijamas ya estaban puestas. En muchas casas el café aún estaba servido. Los perros ladraban excepcionalmente. Algunos ya dormidos y otros a punto de hacerlo. Los rezos y el desvelo estaban a nada de convertirse en el común denominador de aquella larga, muy larga noche.

Faltaban once minutos para que comenzara el viernes. Y la tierra se cimbró: 8.2 grados de magnitud. El epicentro, Pijijiapan, Chiapas. El sur y el centro del país temblaron durante 86 segundos. Casi un minuto y medio de sacudida. El piso parecía de goma. Los árboles danzaban por el movimiento de la tierra y por el viento.

Niño en bicicleta pasa frente a escuela derrumbada

 

El municipio oaxaqueño de Juchitán de Zaragoza es el que resultó más afectado por el sismo. La intersección de las calles Constitución e Industria, en la Séptima Sección, fue testigo de la devastación; es una de las tantas esquinas y calles en donde cambió la vida de los juchitecos. Allí vive don Francisco. Él recuerda y platica, con la voz entrecortada y los ojos vidriosos, lo que vivió aquella noche: Me encontraba descansando. Cuando sentí que se movía la hamaca en la que estaba recostado, quise no darle importancia, pues siempre se han sentido pequeños movimientos, no han sido más que eso; pero conforme sentí que el movimiento se hacía más fuerte, brinqué, corrí y salí. Cuando iba hacia afuera empezaron a desmoronarse el techo y las paredes. Tuve que colgarme de una mata de almendro que tengo, porque, de lo contrario, la trabe de la casa me habría roto las piernas. 

Afuera reinaba el caos. Cientos de personas corrían de un lado a otro. Los gritos estremecían, algunos eran ensordecedores. Unos daban órdenes, pero pocos las respetaban. Cientos de viviendas en Chiapas, Oaxaca y algunas en Tabasco se convirtieron rápidamente en una pila de escombros. La gente llevaba palas, picos, cascos y botellas de agua a las zonas afectadas. Sabían que entre las paredes caídas y los fierros calientes había personas con vida.

No tardaron en llegar los equipos de emergencia. Autoridades y ciudadanos se hicieron uno solo para brindar auxilio a quien lo necesitara. Pasaban los minutos y la dimensión de los daños era cada vez más evidente.

 

Se cayó el mercado de Juchitán

 

La madrugada del viernes, el presidente Peña Nieto informaba desde el Centro Nacional de Prevención de Desastres que el terremoto era el de mayor magnitud que se haya registrado en nuestro país en los últimos cien años.

Pasaban las horas, y los daños, los damnificados y las víctimas seguían aumentando; pero también crecía la ayuda humanitaria que llegaba de todas partes de la República a las zonas afectadas. Soldados, marinos y policías federales, de la mano de vecinos y voluntarios, no descansaban en los trabajos de ayuda, rescate, remoción de escombros y limpieza. Decenas de toneladas de agua, víveres, medicina y productos de primera necesidad no dejaban de llegar.

Tras el sismo de aquel jueves siete de septiembre del 2017, 76 personas fallecieron en Oaxaca, 15 en Chiapas y cuatro en Tabasco. El número de damnificados ascendió a 300 mil.

Quedaron huecos en decenas de familias. También quedaron escombros. Aún hay grietas en los muros, en el asfalto… y en miles de corazones.

 

SÓLO PASARON 12 DÍAS

El recuerdo del siete de septiembre seguía muy vivo. La herida aún estaba bien abierta. Sólo pasaron 12 días y la tragedia y el luto volvieron a México.

Fue martes. Fue 19 de septiembre. Otro fatídico 19 de septiembre. Resultaba inconcebible la coincidencia que forzosamente trajo a la memoria el terremoto del 85.

A la una de la tarde con catorce minutos, un sismo de 7.1 grados con epicentro entre los estados Puebla y Morelos agitó con fuerza el centro del país. En escuelas, centros de trabajo u oficinas gubernamentales se habían realizado actividades alusivas al devastador sismo de 1985. A las once de la mañana se habían activado los altavoces como parte de un simulacro conmemorativo. Ni la más extraña novela de ciencia ficción lo habría planteado así.

Parecía que la muerte había desfilado debajo de nuestras pisadas. Uno se sintió indefenso, vulnerable, chiquito, diminuto. Nada. Pasaban los minutos y las noticias eran cada vez más desalentadoras. Las imágenes que comenzaban a circular en las redes sociales eran de pesadilla.

Las reacciones fueron inmediatas. La sociedad civil, junto con cuerpos de rescate de Protección Civil, el Ejército, la Marina, los bomberos, el Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas y la policía salieron a las calles a ayudar en las labores de rescate y logística.

El 286 de Álvaro Obregón, fotografía de Carlos Galván

 

La confusión reinaba. Había llantos, gritos, sirenas sonando, el rumor de los derrumbes. El piso aún se movía y la gente ya se estaba movilizando, incluso antes de corroborar que sus seres queridos estuvieran bien.

El tránsito se volvió un suplicio. Ese día, llegar a casa fue una hazaña compleja. Se veían camionetas y camiones de carga llenos de personas; gente pidiendo aventón, taxis que subían a más personas aunque ya trajeran gente abordo.

 

Mujeres caminan de la mano en las calles de la ciudad apenas pasado el sismo

 

Ese martes la ciudad se acabó más temprano. Urgía llegar a casa y ver al ser querido, saberlo bien. En la noche los espacios noticiosos hacían su mayor esfuerzo por contar con precisión lo que había ocurrido. Se hablaba de víctimas mortales, pero el número no era aún claro.

38 derrumbes en la Ciudad de México narran la tragedia de aquel martes. Asimismo las 369 personas perdieron la vida a causa del sismo. La Ciudad de México reportó 228 decesos: 74 en Morelos, 45 en Puebla, 15 en el Estado de México, seis en Guerrero y uno en Oaxaca.

 

Helicóptero sobrevuela la ciudad de México, fotografía: Carlos Galván

 

El día siguiente al sismo, el miércoles 20, olía a solidaridad; se respiraba y también se sentía. Apestaba a polvo, a zozobra, a sangre, a temor. Las miradas se cruzaban como inquiriendo ¿tú cómo estás?

No se hablaba de otra cosa, y es que tal vez no había espacio para hacerlo.

Ese día leí un cuento que me heló la sangre. Se llama El día del derrumbe. El grandioso Juan Rulfo lo incluyó en El llano en llamas, en 1953. Así inicia el texto: —Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?

—No, fue el pasado.

— Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón, ¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor?

Parecía profético el cuento. Estremecedor.

Tras el terremoto del 85, Octavio Paz había escrito: Ante los infortunios y los desastres, lo mismo los naturales que los históricos, los hombres han respondido siempre con actos y con obras. La religión, el pensamiento, el arte y la acción son nuestra respuesta a la universalidad del mal y de la pena. Esas palabras recobraron sentido hace un par de años.

 

MÁS DE UNA COINCIDENCIA

19 de septiembre de 1985. 19 de septiembre del 2017. 32 años de diferencia. Más de una coincidencia.

No sólo coincidió la fecha; coincidieron los rezos, coincidieron las manos que buscaban vidas, coincidieron los puños en alto pidiendo silencio, coincidieron las muestras de solidaridad. La desgracia hizo coincidir a miles de mexicanos.

En ese segundo episodio de la trágica novela titulada 19 de septiembre, volvió a asomarse alguien que, parecía, habíamos olvidado. Se asomó México: se escuchó el Cielito Lindo, el Himno Nacional; los voluntarios tomaron las calles y la organización los tomó a ellos. La que parece una rivalidad de abolengo, la de sociedad civil-gobierno, se convirtió en una complicidad que salvó vidas.

 

Gente ayudando a transportar víveres en fila india

 

 

Hubo diálogo ante la esperanza; hubo cooperación ante el desastre. No importó el color de piel, la religión, el sexo. La ayuda no distinguió jerarquías. Tal vez la inminencia de la tragedia, de la muerte misma, fue la que nos hizo iguales.

Ese martes imperó el nosotros, se pensó en el otro.

El espacio para la reflexión es grande. Repasar lo que sucedió aquel 19 de septiembre del 2017 resulta fundamental para trasladar esa organización, ese rostro solidario, a otros planos de la vida social y política del país.

 

Derrumbe en la Condesa

 

Tal vez la magnitud de la tragedia nos haya rebasado, pero los mexicanos, con esos actos y obras de las que hablaba Paz, fueron dignos competidores.

Sí, hace dos años se asomó México. Ojalá que el país no resurja sólo cuando la amenaza y la desdicha toquen la puerta.

 

Con información de Excelsior