El Kalimán y su amor
“…Y yo he estado escribiendo, sin que tú lo sepas,
día a día. A veces con amor, a veces con desolación, otras con rencor” J.E. Pacheco
Es un medio día estival en la tierra de Dios y María Santísima, un calor que se pega a la piel que si decides sacudirle pareciera que nació con ella, que sería la primera en quejarse de su orfandad, que el agua salada que corre a mares sirve para que con el roce de una mosca, con los leves aires que provocan las palabras en nuestro ancestral forma de comunicarnos, el Zaee, por las sibilantes tan contínuas, para sheú la, ta sha, sha Vicente, refresquen al menos la memoria y alguna parte escondida del corazón.
Rocky mi hermanito digno heredero de los bini gulasa, insiste como buen istmeño que con una “fría” más que un corazón desolado, podemos atemperarlo, acompañarlo insiste con las botanas más ricas de Martha, por allá donde además de guardar hasta los rayos del sol para que no se gasten, las hermosas mujeres curtidas por el sol y con ojos profundos del color del verde del océano pueden tan solo con mirarlas curar la pena del corazón aún más profunda.
Habla y habla durante el trayecto de las viandas, del lugar solariego y con olor a chamizo, aquel bejuco que apenas por la madrugada se guarecía en la profundidad del gigu bicu, río de las nutrias, que ahora también calma con su frescura los más de 40 grados que perlan mi cuerpo y mi frente que por la angustia ancestral hace dudar si es “la calor” o es la amenaza del paro de lo poco que has dejado de mi corazón desde que te fuiste, desde que me dejaste en la orfandad propiciada por los temores a volver al fracaso, por sufrir la ausencia del amor y de los sentires.
Se agarra el estómago por sus carcajadas tan peculiares al acordarse de que uno de sus amores más perennes además de mandonearlo como es algo cotidiano y asumido sin mayor miramiento en nuestro solar, nos fulminó primero con sus bellos ojos zarcos cubiertos de furia y después con carcajadas estertóreas al escuchar la respuesta que doy a su interrogante de porqué los árboles de suyo frondosos y arrogantes como el carácter de las mujeronas del pueblo estaban podados hasta casi su raíz aunque conservando su esplendoroso verdor: ¡Porque daban demasiada sombra¡ le espeté para recibir en plena autoestima facial ¡pendejo¡ pura güichera, tontera pues, hablas manito dijo con el entrecejo enmarcado en sus bellas cejas negras como las noches en que no estás, en que no compareces, en que el sudor corre por mi nuca y la desesperanza por mi alma.
Y es que la paisanada del Espinal que son los argentíferos del Istmo por aquello que son codos hasta para respirar, se sienten y sostienen que están cortados por la tijera de Dios y armados con la inteligencia de Tata Rayo que alguna vez fue cómplice de apergollar la campana que los ikoots desde sus tierras bajo el nivel del mar muerto hoy guardan de día y noche con cuatro topiles que como cargueros tendrán que hacerlo por más de medio millón de minutos sin descanso y con dos adoratorios diarios en que aquel sonido ancestral les recuerde que son los herederos de tal tesoro, que solo los iniciados, los ancianos y los adivinos recordarán la relación tan especial entre los santos patrones de sus vecinos Zaees y Chontales en que San Mateo el suyo, terminó confirmando la orientación bastante respetada y reconocida entre sus vecinos distantes Juchitecos de Sha Vicente. Junto a aquel guiso extraño en su mezcla para ignaros externos como yo de ciruelas con un exquisito caldo de jaibas y abundante mezcal de agaves silvestres el “doctor Chunga”, mi añorado ex presidente de San Mateo confió lo que nunca después logré que confirmara al estribillo que me recetó una y otra vez: Estabas tomado, yo nunca te conté eso, pero como dice la paisana: Verídico manito.
Pero con Martha, Rocky a la carga, ahí si no hay miserias insiste: Mondongo, camarones para pelar, salpicón de pulpo, cebiche de sierra, coctelito de ostión y para amarrar dice lamiéndose los labios, guiña do shuba, guiso de carne de res oreada, ce bela bihui aquel sensacional molito de cerdo con maíz quebrajado que mi vieja preparaba ante la resistencia del viejo que su mezclado origen lo inhibía a veces de manera pesada como cuando a insistencia de ella, mi maestra, mi guía y mi confidente, comía con suspicacia y resistencia el berro, la remolacha o el chayote horneado al grito de: ¿No hay algo más que pastura? para terminar junto a ella en la terraza del adefesio que construyó al haberse sacado la lotería por sobre la vieja casa de ladrillo con biliguana, techo de madera local de aquel árbol que no le penetraban ni los clavos, para hablar y hablar de las últimas noticias, del libro que ella estaba leyendo y de manera tan peculiar de decirle que la amaba, que la amaría hasta el final, que así lo cumplió y que con su gesto adusto aceptó que al menos mientras estuviera vivo tendría que aceptar mi presencia cotidiana por la promesa que le hice a mi Madre ante la negativa de irse de este mundo durante algunos agónicos minutos en que como dice don Borges la ceguera blanca se apoderó de ella y al tomar sus manos le pedí e insistí que ya descansara, que era más que cierto el haber vivido su vida y cumplir con su decisión de amarlo y de amarnos, de haber tomado de la mano y de la conciencias a las decenas de alumnos que formó y dio sustento para que accedieron a la educación formal al inequívocamente reprobar el primer grado de educación primaria por su escaso manejo del castellano y la falta de una educación acorde a los Zaees que a la fecha prevalece. Aún no sé cómo vino a mi mente el posible motivo por el que no quería irse de este mundo con los ojos abiertos desmesuradamente y ya sin el brillo de la vida que la acompañó en lo que siempre me ha parecido poco tiempo porque creo sentimental y arbitrariamente que la muerte debía respetar a los irredentos, a los amorosos, a quienes traspasan lo cotidiano, a quienes amamos por su entrega, por su compromiso de insistir en que seamos felices, por quienes no merecen morir: ¿No te quieres ir porque te preocupa él verdad? abriendo aún más desmesuradamente sus ojitos giro su rostro hacia donde todavía escuchaba mi voz asintiendo con desesperación y certeza. Te juro que lo voy a acompañar hasta que se vaya a tu lado le dije aguantando mis lágrimas y mi desesperación, entonces se recostó con tranquilidad y dejó de estar entre nosotros.
Ya pues espetó el chaparro, chingás dijera el cuadrúpedo y ¡lo que te falta todavía! como si fuera una dolorosa premonición que te ibas ir, que sigo preguntando estúpidamente que, aunque no lo dijiste era decisivo que te pidiera que nos casáramos, que nos matrimoniáramos como le espeta Armendáriz a la insoportable pero bella Félix una y otra vez en aquellos filmes de la época dorada del cine mexicano, que a tu tierna y natural forma de engullir el almuerzo que te preparé la primera vez que tú, tu insisto, decidiste compartir tu amor y bajaste ante el olor de lo que te había cocinado entre una coqueta pena y tus labios esplendorosos que una y otra vez toqué durante horas y que ante tu apetito voraz como el amor que ya me consumía, repetiste aquellos guisos en los que puse mi amor y mi corazón sin pensar, porque el amor es irredento, necio y ciego para saber que algún día más temprano que tarde como uno no quisiera se acaba o al menos se aleja momentáneamente como sigo esperando que sucede con el nuestro. Aquel camino recto tan diferente a mi vida en que por mi temor, mi indecisión dejé que te fueras, me pareció tan interminable como la angustia por volver a los nuestro cuando la pasión no sea una ventana para huir de rodillas, cuando regreses para entonar un llanto corto, una pasión para volver a lo nuestro , a lo que nunca debimos dejar que sucediera a el lugar que construimos a pesar de nosotros, de nuestros pasados empañados por el desengaño y el temor, aquel camino que desde mi niñez transcurrí y que la memoria no olvida, aquel camino que entre mi somnolencia me recordaba que faltaba aun remanente de vida para llegar a descansar en mi San Jerónimo añorado.
Abrió la cerca de morillos que se acostumbra en nuestros pueblos, nadie en las inmediaciones, todos los recuerdos en aquella enramada que era el remedio a los pesares y dolores del amor que me traían a los recuerdos tan vívidos de las fiestas del pueblo en que la parvada de infantes inquietos tomábamos las corcholatas de la bebida entonces ya por antonomasia de los lugareños para asaltar materialmente a las hieleras de metal que la compañía líder prestaba donde los pesados toneles de hielo eran una suculenta materia prima que ponía a prueba la resistencia de nuestros dientes apenas presente en pedazos aprisionados por los salientes de aquellas fichas que después eran convertidas en filosos zumbadores para retar sin violencia a los competidores. Como buen Zaee y perdonando la forma tan peculiar de expresarnos anunció con gritos al nivel de mil decibeles: ¡Martha, vertebra dónde estás pues!
Ensimismado en los recuerdos de la lejana infancia en que estar sano era celebrado a gritos y estertores públicos de “ay, pero sano es que estás, gordo manito”, no acabo de contestar a la esplendorosa frugalidad de Martha que solo el codazo de Rocky hace que pida la conocida bebida que por cierto terminó hace años con la ancestral taberna, bebida de una palma fermentada del pueblo y claro el mezcalito infaltable.
Ante el azote existencial que el ya conoce una y otra vez, le pide que llame al Kalimán que ha sido promovido durante horas y que por supuesto no se aún si la insistencia o la querencia ida hacen que pida sin reparos que comparezca antes que olvide por qué estoy allí, por qué no estas más, por qué te fuiste allende los mares donde una y otra vez en mis pesadillas y las ansiedades de madrugada me hacen pensar que iré por ti para nunca más dejarnos, al amparo de la soledad asistida, de las añoranzas inútiles ante la sinrazón, al temor que te fueras.
No pude ver si el acordeón con teclas blancas y negras y un profundo rojo de acompañamiento era parte de su cuerpo o salía como un colgajo de su brazo apenas vencido por su peso, por sus ojos sin brillo que denuncian su invidencia desde temprana infancia y con una sonrisa plena apenas ganada por mi ensimismamiento por tu ausencia, por los recuerdos asesinos de mi esperanza y del amor irredento.
Le pide la conocida y sobre todo para que “te acuerdes querido chan ken” y no te agüites, como si eso fuera posible, como si inocularme de tu añoranza y abandono fuera digerible al menos hasta ahora, como si tus regresos fugaces fueran a acabar con tu sonrisa, con los recuerdos que aun tengo en mis manos y en mis dedos, en los recuerdos que una y otra vez veo y ante los que comparezco en las horas aciagas, cuando no estas, cuando haces falta.
Aquel instrumento venido allende los mares abre su corazón de diapasón y teclas, arranca en sol mayor con una melodía que el Kalimán toca con la luz de sus ojos negados por el glaucoma que la pobreza no pudo curar, que la inmensa humanidad de Martha su amor irredento, su amor innegable, su amor posible, escucha en aquella perezosa con un aire de suficiencia, con la satisfacción de sentirse amada en la ceguera presente pero en la luminosidad del amor, del amor que puede ver más allá, de la cobardía y del arrepentimiento por dejar ir el amor de la vida.
“Me muero porque tu me creas, me muero por volverte a ver, me muero porque tu me creas lo mucho que tanto te amé: Aún conservo en mis labios tus besos y no sé por qué”, la letra que una cantante llamada Silvana di Lorenzo hizo resonar mi mente y mi corazón dolido. Por supuesto que le pedí una y otra vez equivocadamente que repitiera aquella pasión melódica, claro que se negó a pesar de que irrespetuosa e impulsivamente le ofrecí pagarle por ello. Giró su cabeza y sus ojos azules vedados tiempo atrás se abrieron desmesuradamente y voltearon a hacia Martha para asegurarme: ¡Solo la repito para ella!
Gerardo Garfias Ruiz